Viví el Terremoto del 27/F en un edificio de Lan B de la comuna de Hualpén,
Región del Biobío. Mientras la tierra se sacudía, sólo atiné a ubicarme a la
pared pensando que así sería más fácil rescatarme o encontrarme cuando todo haya
quedado en el suelo. Sentí terror. Luego, una vez que pude salir, corrí lo más
rápido que pude. Me vi y nos vimos sin luz y sin agua, sin comunicaciones. Sólo
atentos a lo que la Radio Biobío informaba. Se hablaba de un Tsunami, de
edificios colapsado. Sentí que mi miedo ya no sólo era mío, sino que era de
cientos o miles. Familias completas confluyeron en el mismo lugar conocido como
las 4 canchas mientras las réplicas campeaban. Y así llegó, luego de una
larguísima noche, el día.
La mayoría volvió desde donde salió, pero con el pasar
de las horas, sin servicios básicos, sin comercio y a fin de mes, con las
billeteras planchadas por la fecha, muchos nos dimos cuenta, que nosotros,
solos, poco y nada hacíamos. Nos vimos en necesidad de golpear la puerta del
vecino que durante las mañanas bramaba con su horrible voz un tango, para que
nos prestara su vieja y negruzca tetera de la cual nos reíamos antes; la vecina
que, día a día, pasaba frente a todos sin saludarnos, recurrió a nosotros con
una enorme sonrisa pidiendo un poco de azúcar y café. Supimos el nombre y algo
de la vida del señor que durante años, nos saludaba al ir y venir, hacia y desde
nuestros trabajos.
Así, de estar solos y con miedo, pasamos a estar acompañados
y en paz. Atentos y preocupados por el otro. Al punto de montar guardia en las
calles, velando incluso por el sueño de desconocidos, ante la psicosis colectiva
de esos días. Más de alguno escuchó “Vecino, vaya a dormir. Yo me quedo ahora
con los demás”. Hicimos vida vecinal y confirmé en esta experiencia fuerte que
en compañía de otros la vida se hace más fácil o menos difícil.
Nadie me quita
la convicción de que, a 15 años del Terremoto, la vida comunitaria es de la
esencia de la humanidad. Estando solos no salvamos a nadie, y una mirada
individualista de las cosas, sólo nos lleva a encapsularnos, a aislarnos y eso
llegado el momento, como llegó acá en la zona, provocó mucho miedo. Y ese miedo
se siente hoy, lo sentimos hoy, cuando en una sociedad y un sistema que empuja
con fuerza por el individualismo, se nos cruza un problema o situación que vemos
que no podremos enfrentar solos. Una enfermedad catastrófica, la pérdida del
trabajo, un accidente grave. ¿Qué hago? Pero como somos seres comunitarios, lo
invisible se hace visible. Aparecen los amigos, los colegas, los vecinos, la
familia. Se suman otras comunidades y nuestra causa ya no es sólo nuestra, es de
varios. Y renace la esperanza de la mano de la comunidad.
A 15 años del 27/F sigo agradecido de quienes
me acogieron comunitariamente en esos momentos, y también de aquellos a quienes
vi, desinteresadamente, jugados por el prójimo. Finalizo estas líneas recordando
que, luego de varios días de no ocupar por miedo mi departamento, al volver una
noche, una vecina que no sabía su nombre ni ella el mío, me toca la puerta para
entregarme una canasta familiar de ayuda que me correspondía en el bloque. Al
entregármela me dice “si le falta algo, me avisa”. Le agradecí, cerré la puerta
y mi sensación, que aun recuerdo, fue de emoción: no se habían olvidado del
vecino que salía temprano, apurado y muchas veces sin saludar.
En la comunidad
está la felicidad.
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