ni cuantos castigos lleve mi espalda,
Soy el amo de mi destino,
Soy el capitán de mi alma”
William Ernest Henley
1.- INTRODUCCIÓN
La
vida cotidiana parece estar atrapada en un ciclo de repetición: despertarse,
cumplir obligaciones, regresar a dormir. Estas acciones mecánicas, ejecutadas
casi sin cuestionamiento, crean una ilusión de estabilidad pero esconden una
trampa más profunda: la inclemente rutina. Sin embargo, esta cotidianidad no
carece de sentido por sí misma; somos nosotros quienes, al actuar de manera
automática, renunciamos a ejercer nuestra libertad. El hombre, “condenado a
ser libre”, no puede escapar de su responsabilidad de otorgar significado a
cada elección, incluso en las decisiones más simples.
El
presente ensayo se propone analizar cómo la filosofía sartreana nos interpela a
tomar conciencia de esta libertad inherente, que se manifiesta en actos
cotidianos cuando cuestionamos lo impuesto y elegimos proyectarnos hacia nuevas
posibilidades. La rutina no es una prisión inquebrantable; es en las pequeñas
rupturas —un cuestionamiento, una pausa consciente, un cambio de hábito— donde
encontramos la posibilidad de resignificar nuestra existencia. Sartre nos
recuerda que incluso lo más trivial puede convertirse en un acto de afirmación
y autenticidad si lo enfrentamos con voluntad y conciencia.
A
través de una reflexión crítica sobre lo cotidiano, se mostrará cómo las
pequeñas rebeliones diarias no solo rompen el automatismo de la rutina, sino
que revelan nuestra capacidad inagotable de crear sentido. Así, lejos de ser
insignificantes, estos actos cotidianos son el terreno donde realmente se pone
en práctica la libertad sartreana.
2.- LO COTIDIANO DEL DÍA A DÍA
Desde el momento en que abrimos los ojos por la
mañana, comienza el ciclo. Un día más, idéntico al anterior, como si nunca
hubiésemos despertado del todo. Nos levantamos porque el mundo lo exige, porque
la hora nos lo ordena, y porque las obligaciones, sin piedad ni pausa, aguardan
al otro lado de la cama. Nos arrastramos entre las mismas paredes, pisando las
mismas baldosas, cumpliendo los mismos gestos: lavarnos, vestirnos, salir.
Aferrados a
un horario que se repite con la precisión de un reloj defectuoso pero
inevitable, nos insertamos en la maquinaria. Vamos de un lugar a otro —trabajo,
estudio, responsabilidades—, pero nunca nos movemos realmente. Los minutos se
desvanecen y las horas se diluyen, intercambiables, indiferentes a nuestras
dudas o deseos. No hay sorpresa ni cambio: cada acción es un reflejo
condicionado, una réplica exacta de lo que hicimos ayer y de lo que haremos
mañana. Somos piezas en un engranaje que no pide permiso para girar.
El hombre
está condenado a ser libre[1],
escribió Sartre, pero en esa condena también yace el peso insoportable de la
rutina. Somos libres, sí, pero lo somos dentro de una jaula que nosotros mismos
aceptamos. Lentamente, nos volvemos autómatas. Una rutina inmutable, que al
inicio parecía un refugio de estabilidad, se convierte en una prisión
invisible. Las sonrisas se transforman en formalidades, las palabras en sonidos
vacíos y los sueños en un murmullo lejano. No hay pausa para preguntarnos por
qué, porque la pausa misma también es un acto repetido. Sin quererlo, sin
buscarlo, dejamos de cuestionar, y empezamos a obedecer.
Así entonces,
en un universo que aparentemente carece de sentido ¿cómo hallar significado
cuando cada día es un eco del anterior? Al final del día, regresamos al mismo
punto donde todo comenzó. Nos acostamos, creyendo que quizás mañana será
distinto, aunque en el fondo sabemos que no lo será. Cerramos los ojos para olvidar,
aunque sabemos que al abrirlos, todo se repetirá. Un ciclo infinito, un espejo
eterno. Vivimos, pero apenas existimos. Y en esa repetición constante, nos
perdemos sin darnos cuenta.
Sin embargo,
no hay un verdugo externo que nos haya impuesto esta vida. Todas estas rutinas,
todos estos grilletes invisibles que nos atan a un ciclo interminable, son
invenciones nuestras, nacidas de la humanidad misma, de la sociedad y de sus
instituciones. Creamos el trabajo, las normas, el tiempo medido y las
jerarquías; las levantamos como un orden para darnos sentido y, sin darnos
cuenta, nos convertimos en esclavos de aquello que construimos. La estructura
es nuestra, pero ahora nos aplasta. Como diría Hobbes, "el hombre es el
lobo del hombre", y en esta lucha por dominar, controlar y sobrevivir,
hemos sido a la vez artífices y víctimas de nuestras prisiones cotidianas.
3.- ESPERANZA EN LA
CONSCIENCIA DE LA LIBERTAD
Dentro de
este ciclo asfixiante de rutinas y repeticiones, donde cada día parece ser el
eco del anterior, el concepto de libertad de Sartre, emerge como una tabla de
salvación, una grieta por la cual escapar del abismo de lo cotidiano. Sartre
nos recuerda que la libertad no es un estado pasivo ni una concesión, sino un
acto constante de creación, una posibilidad inagotable de trascender lo dado,
lo impuesto, lo rutinario, o en sus propias palabras, “Lo que implica, pues,
para la conciencia, la posibilidad permanente de efectuar una ruptura con su
propio pasado, de arrancarse de él para poder considerarlo a la luz de un
no-ser y para poder conferirle la significación que tiene a partir del proyecto
que no tiene”[2]
La rutina,
con su carga de repetición mecánica, nos atrapa en un estado de tener y hacer,
donde acumulamos objetos y cumplimos acciones sin interrogarlas, sin cuestionar
su sentido. Aquí, Sartre introduce la negatidad como una herramienta
esencial para escapar de esta inercia. La negatidad es esa capacidad única del
ser humano de negar lo que es, de poner distancia entre nosotros y la
realidad inmediata. Es una ruptura con lo dado, un cuestionamiento constante:
no solo estar en la rutina, sino ser consciente de ella y negarla en su
carácter absoluto. Se trata de abandonar el terreno del ser para abordar
francamente el del no-ser.[3]
Por ejemplo,
cuando alguien, día tras día, realiza un trabajo mecánico —como llenar
formularios, contestar correos o asistir a reuniones interminables— sin
preguntarse el propósito de su labor, cae en el hacer alienado. Pero, en
un momento de lucidez, puede surgir la negatidad: “¿Por qué hago
esto? ¿Qué sentido tiene?”. Aquí, la persona niega la rutina que parecía
inmutable y abre espacio para proyectarse hacia otro horizonte: quizás una
nueva forma de trabajar, nueva postura corporal, un cambio de empleo o la
búsqueda de un propósito distinto que reordene sus motivaciones. La simple
decisión de aprender algo nuevo, como un idioma o una habilidad creativa, ya es
un acto de libertad que niega el automatismo del presente.
En este
proceso de liberación, Sartre señala la importancia de la nihilización:
nihilizamos el mundo dado, lo que es, para luego proyectarnos hacia lo
que puede ser. Pensemos en alguien atrapado en la rutina familiar:
levantarse temprano, llevar a los hijos al colegio, regresar tarde del trabajo,
preparar la cena y dormir. El ciclo se repite incansablemente hasta que, de
pronto, surge un cuestionamiento: “¿Estoy viviendo o simplemente cumpliendo
funciones?”. Esta toma de conciencia nihiliza la rutina y abre la
posibilidad de proyectar nuevos fines, como dedicar tiempo a uno mismo,
practicar una afición postergada o revalorizar la convivencia familiar desde un
espacio auténtico y no mecánico[4].
Los motivos y
móviles también se expresan en lo cotidiano. Un motivo para Sartre es “la
captación objetiva de una situación determinada en cuanto esta situación se
revela, a la luz de cierto fin, como un hecho que pueda servir para alcanzarlo”[5]
que podría ser el deber de ir al trabajo para obtener un salario; es una
justificación externa, racional, que mantiene la rueda girando. Pero el móvil,
ese impulso interno, puede ser algo más profundo. Un móvil según Sartre se
caracteriza por ser comúnmente subjetivo, “un conjunto de deseos, emociones
y pasiones que le impulsan a realizar una determinada acción”[6]:
el deseo de mejorar la vida de la familia, lograr una vocación personal o
alcanzar un sueño propio. Cuando alguien deja de actuar solo por los motivos
impuestos y empieza a escuchar sus móviles, rompe con la alienación. Un ejemplo
sencillo puede ser alguien que, tras años de “hacer lo que debe”, decide
renunciar a un trabajo bien remunerado para emprender un proyecto propio,
viajar o dedicarse a una pasión artística.
Aquí es donde
la libertad cobra su dimensión más profunda: no como una simple ruptura
caprichosa con la rutina, sino como una acción consciente orientada hacia fines
que nosotros mismos elegimos. Estos fines no nos vienen dados por la sociedad o
las instituciones; somos nosotros quienes los definimos al ejercer nuestra
libertad. Incluso en las circunstancias más rígidas, como un empleo agotador o
la presión social de cumplir ciertos roles —el buen trabajador, el padre
perfecto, el estudiante ideal—, podemos nihilizar esas expectativas y
reconstruir nuestro horizonte de sentido.
4.- PEQUEÑAS REBELIONES
COTIDIANAS
Frente a la
rutina que amenaza con convertirnos en autómatas, Sartre nos enseña que “la
voluntad es necesariamente negatividad y poder de nihilización, si ha de ser
libertad”[7], y
la libertad se ejerce, sobre todo, en los actos más pequeños, en aquellas
decisiones aparentemente insignificantes que, al repetirse, erosionan la
monotonía y abren espacio para la autenticidad. Estas pequeñas rebeliones
cotidianas son la encarnación concreta de la negatidad y la nihilización
en la vida diaria; no son grandes gestas heroicas ni rupturas radicales con el
mundo, sino actos simples y conscientes que desafían el ciclo impuesto,
devolviéndonos a nuestra capacidad de elegir y proyectarnos.
Un ejemplo
claro es el simple acto de detenernos. La rutina exige velocidad: ir de un
lugar a otro, cumplir horarios, cumplir expectativas. Pero cuando una persona
decide caminar en lugar de tomar el transporte habitual, no solo está cambiando
un hábito, sino que está tomando un momento para sí misma. La pausa se
convierte en una pequeña rebelión contra el tiempo cronometrado, una
oportunidad para observar lo que suele pasar desapercibido: una calle nueva, el
sonido de los árboles, la vida que sucede a su alrededor.
Otra forma de
rebelarse es cuestionar las normas no escritas que perpetúan la rutina. Una
persona que elige no revisar su correo electrónico fuera del horario laboral
está negando la expectativa implícita de estar siempre disponible. Es
una afirmación consciente de que su tiempo personal le pertenece y no debe ser
devorado por la lógica productivista. De igual modo, elegir dedicar tiempo a un
pasatiempo —pintar, leer, cocinar sin apuro o escribir— no es un simple acto
recreativo, sino una afirmación de libertad: se niega la instrumentalización
del tiempo y se recupera su valor para ser, no solo para hacer.
En las
relaciones personales también aparecen pequeñas rebeliones cotidianas.
Cuestionar una conversación vacía y elegir hablar con autenticidad, expresar
una emoción retenida o decir no a compromisos que solo se cumplen por
obligación, son formas de nihilizar lo impuesto y crear un espacio donde el
vínculo se redefine desde la libertad. Dejar de lado las máscaras sociales y
mostrarse como uno es, aunque sea por un instante, representa una ruptura
liberadora.
Asimismo,
pequeñas decisiones como apagar el televisor en lugar de consumir contenido
pasivamente, dedicar un tiempo diario a la reflexión o incluso cambiar un
simple hábito —como preparar el café de forma distinta, leer un género
literario nuevo o variar el camino de regreso a casa— son actos que introducen
novedad en la repetición y nos recuerdan que, aunque las circunstancias puedan
parecer fijas, nuestra manera de vivirlas siempre puede transformarse.
Estas
pequeñas rebeliones cotidianas son accesibles para cualquiera, no requieren
grandes cambios externos ni condiciones ideales, se trata de expresiones de lo
que Sartre refería al señalar que “la libertad es el fundamento de todas las
esencias, puesto que el hombre devela las esencias intramundanas trascendiendo
el mundo hacia sus posibilidades propias”[8].
Al introducir estos actos conscientes en nuestra vida, negamos la tiranía de la
rutina y proyectamos un horizonte donde cada elección tiene significado. Así,
cada gesto, por más sencillo que sea, se convierte en un acto de resistencia
contra el automatismo y una afirmación de nuestra capacidad para ser.
En última
instancia, estas pequeñas insurrecciones son los ladrillos con los que
construimos una vida auténtica. No anulan la rutina, pero la subvierten. No
destruyen lo cotidiano, pero lo resignifican. Nos recuerdan que, aunque el
mundo esté lleno de estructuras que parecen inamovibles, seguimos siendo libres
para decidir, crear y reinventarnos en cada momento. Allí, en los detalles más
simples, encontramos la prueba de que la libertad sartreana no es solo una
idea, sino una práctica diaria, un modo de habitar el mundo sin dejar que el
mundo nos habite a nosotros.